–Así que… mañana temprano os volvéis a la ciudad, ¿no?
Miguel asintió con la cabeza y escondió la mirada en el hueco formado entre sus piernas. No quería que su amigo viese cómo sus ojos brillaban, en plena noche, con la melancolía de la cercana hojarasca.
Tanteando a ciegas el terreno, Diego tomó un guijarro aplanado, se levantó de un salto y lo lanzó con un experto movimiento de muñeca para hacerlo rebotar una... dos... tres... cuatro... cinco veces sobre la superficie plateada de la laguna. El mantra de las chicharras cubrió el silencio antes de que acertase a preguntar, impaciente:
–Pero volverás el año que viene, ¿verdad?
Miguel miró de reojo la silueta elevada en la penumbra y se encogió de hombros.
Miguel miró de reojo la silueta elevada en la penumbra y se encogió de hombros.
Uno de los dos, no importa quién, dijo:
–No quiero que se acabe este verano.
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