La ciudad desconocida
se alza imponente y terrible
y derrama su palpitante morfología
sobre la montaña aún desdibujada;
el forastero la presiente como un desafío
para sus ojos vírgenes, ávidos de luz,
dispuestos para el inmediato encuentro.
Avanza a pasos lentos pero firmes,
intentando domar el miedo, conteniendo
la respiración hasta calmar sus pulmones,
y todo él recibe las primeras gotas de lluvia
como un generoso regalo de bienvenida
de ese cielo que, por vez primera,
lo acoge para acunarle como a un niño.
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