Según los informes policiales, el fenómeno transcurre siempre del mismo
modo, siguiendo una pauta marcada como si de un macabro ritual se tratase.
En primer lugar, se escucha un zumbido muy agudo durante unos breves segundos,
similar a una sirena de ambulancia hiperamplificada que desafía los umbrales
del sonido, solo comparable a una alarma poderosísima capaz de recorrer avenidas
enteras ensordeciendo a la multitud. Le sigue un silencio momentáneo, acompañado
del común desconcierto de los viandantes que miran desorientados para todos
lados, escudriñándose los unos a los otros con las manos aún protegiendo
mecánicamente sus oídos mientras tratan de averiguar la procedencia del ruido.
Pero la señal más clara, el síntoma definitivo
de que Los Niños Felinos están en la ciudad, es el primero de los maullidos,
que suena ya determinante. Poco después vendrán el segundo y el tercero y aun
el cuarto, todos ellos muy continuados e igualmente letales para los pobres oídos
humanos que tengan la desgracia de exponerse a ellos.
Porque estos seres que a simple vista
parecen tres críos indefensos son en realidad un castigo divino, una plaga o
una maldición, publicarán los periódicos al día siguiente, cuando hayan
encontrado las calles, las casas y los puestos de trabajo infestados de
cadáveres y los supervivientes intenten describir en vano el terror inicial,
los cuerpos desplomados al instante, la sangre manando a borbotones de los
oídos, el eco de las diabólicas risas infantiles mientras sus pasos se alejan. De
ningún modo sabrán expresar con palabras la destrucción estruendosa e implacable
que siempre dejan tras de sí Los Niños Felinos con sus maullidos infernales.
Por último, sucede así en todos los
casos registrados, en mitad de una quietud abismal se abren paso el miedo que
acecha en cada esquina y los intentos de reconducir la vida a su rutina,
sabiendo que ya nada podrá volver a ser igual, pues todo lugar visitado por Los
Niños Felinos pervivirá mancillado hasta el fin de los tiempos.
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